Los mejores años de nuestra vida

William Wyler, 1946
Reparto: Myrna Loy (Milly Stephenson) Fredric March (Al Stephenson) Dana Andrews (Fred Derry) Teresa Wright (Peggy Stephenson) Virginia Mayo (Marie Derry) Cathy O’Donell (Wilma Cameron) Hoagy Carmichael (Uncle Butch) Harold Russell (Homer Parrish) Gladys George (Hortense Derry) Roman Bohnen (Pat Derry)
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Héroes en tiempos de paz

Acaba la segunda guerra mundial tres soldados vuelven a casa. Homer ha perdido ambas manos y ahora usa unos garfios para encenderse un cigarrillo (Al actor también le faltan los brazos). Fred Derry es oficial casado con una hermosa muchacha, pero en su vida civil trabaja de camarero y cobra un sueldo pequeño, en cambio Al Stephenson tiene menor graduación pero en su vida civil es un próspero banquero.

¿Qué une la vida de estos tres hombres? Wyler reconocía después de rodarla que no hubiera podido hacer esa película de no haber pasado por la experiencia de la guerra. Homer es un herido de guerra que consigue hacer llorar al espectador en un plazo de tiempo record. Justo al empezar la película se resiste a entrar en su casa, se planta en el jardín, de pie sin sus brazos, esperando a ver la reacción de sus padres y de su novia. Homer tiene que aprender a superar un trauma, porque aunque su novia le quiere tullido, él no se acepta a sí mismo.

Al y Fred Derry representan otro valor castrense, la igualdad. Al es millonario, Fred es pobre, pero en la guerra él segundo tiene mayor graduación. Al Stephenson aporta los mejores chistes de la película cuando se emborracha, aunque no los suficientes para equilibrar las lágrimas (recuerden el principio de Disney: por cada lágrima una broma). Desde su puesto en el banco lucha por dar oportunidades a los soldados que se reincorporan y por facilitar los créditos. Es su lado heroico. Fred se enamora e su hija, pero está casado. Fred es infinitamente formal. Nunca había visto personajes tan serios hablando de sus sentimientos en el cine.

¿Hay algo peor que escuchar a unos licenciados hablar de su vida militar? Lo hay, escucharles hablar de su vida militar disfrazándolo de ejemplos en la vida civil. Lo hicieron todos los directores de ciencia ficción de los cincuenta. Rodaban películas de marcianos porque se les habían acabado los japs y los nazis, pero el espíritu era el mismo. “Cayo Largo” narra otra hazaña de un héroe de guerra, aunque parezca que habla de gangsters. “Los mejores años de nuestra vida” recupera de la vida castrense los valores más humanos de las relaciones masculinas, por desgracia, también los más pasteleros.


Los mejores años de nuestra vida

Hay un aspecto de la constitución de Liberry Films que me parece importante. Los cuatro hemos servido en las fuerzas armadas y nuestra plantilla de escritores y ejecutivos también han luchado en ultramar. Todos los que formamos Liberry Films hemos participado en la mayor experiencia de nuestra época. Y, aunque no puedo demostrarlo, sé que esto tendrá un efecto saludable en nuestro trabajo. Sé que no podría haber dirigido Los mejores años de nuestra vida de la misma manera en que lo hice si no hubiera tenido mi propia experiencia del ejército. Pero además del conocimiento específico de la guerra y de los hombres en la batalla, creo que todos nosotros hemos aprendido algo y hemos adquirido una visión de mundo más realista. Frank Capra me ha dicho que lo cree así firmemente y sé que George Stevens no es el mismo hombre tras haber visto los cadáveres en Dachau.
Hollywood, en ocasiones, se aleja mucho del mundo. Pero no tiene porqué ser así. Desgraciadamente, en este momento, las películas de Hollywood se apartan de la corriente general de nuestra época. No reflejan el mundo en el que vivimos. No aportan nada al público de aquí y aún menos al público extranjero. Ya es hora de que en Hollywood nos demos cuenca de que el mundo no gira alrededor de nosotros.
William Wyler, “No magic wand”, The Screen Writer, febrero 1947.

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En un cierto sentido. Los mejores años de nuestra vida está todavía emparentada con esas producciones didácticas, con esa pedagogía de los servicios cinematográficos del ejército americano de los que Wyler acababa de salir. La guerra y la conciencia que hizo tomar sobre bastantes aspectos de la realidad, han influenciado profundamente, como se sabe, al cine europeo; sus consecuencias han sido menos sensibles en Hollywood. Sin embargo, muchos realizadores se han visto envueltos en ella, y algo de la inundación, del ciclón de realidades que ha desplegado sobre el mundo, ha podido traducirse en América por una ética del realismo. (...)

Se sabe además qué cuidados ha consagrado a la preparación del film más largo y sin duda más costoso de su carrera. Sin embargo, si Los mejores años de nuestra vida no fuera más que un film de propaganda cívica, todo lo hábil, honesto y conmovedor que se quiera, no merecería una tan prolongada atención. El guión de La señora Miniver no es, a fin de cuentas, muy inferior a éste, pero ha sido probablemente realizado sin que Wyler se planteara ningún problema particular de estilo. El resultado es más bien decepcionante. Por el contrario, en Los mejores años de nuestra vida, el escrúpulo ético de la realidad ha encontrado su transcripción estética en la puesta en escena. No hay nada más absurdo que oponer, como se ha hecho frecuentemente a propósito del cine italiano o soviético, el “realismo” y el “estetismo”. No hay, en el verdadero sentido de la palabra, film más “estético” que Paisa. La realidad no es el arte, pero un arte “realista” es el que sabe crear una estética que integra la realidad. Gracias a Dios, Wyler no se ha limitado a respetar la verdad psicológica y social del guión (en lo que por lo demás no ha tenido un éxito rotundo) y a cuidar el juego de sus actores. Ha intentado encontrar equivalentes estéticos para su puesta en escena. Procediendo de una manera concéntrica citaría en primer lugar el realismo del decorado, construido con sus dimensiones reales y en su totalidad, completo (...). Los actores y las actrices llevan exactamente los trajes que hubieran llevado en la realidad y sus rostros no estaban más maquillados que de ordinario. Sin duda, este detallismo casi supersticioso para dar veracidad a lo cotidiano, es particularmente insólito en Hollywood, pero su verdadera importancia no reside quizá tanto en las garantías materiales que da al espectador como en la inversión que debe fatalmente introducir en la puesta en escena: en la iluminación, en el ángulo de la cámara, en el comportamiento del actor. (...)

Gracias a la profundidad de campo, que puede venir a completar la interpretación simultánea de los actores, el espectador tiene la posibilidad de hacer, al menos por sí mismo, la operación final de planificación. (...) El sadismo de Orson Welles y la inquietud irónica de Renoir no tiene sitio en Los mejores años de nuestra vida. No se trata de provocar al espectador, de capear su atención para desconcertarle. Wyler quiere sólo permitirle: 1°, verlo todo; 2°, escoger “a su agrado”. Es un acto de lealtad en relación con el espectador, una voluntad de honestidad dramática. Las cartas están codas sobre la mesa. Parece en efecto, al ver este film que la planificación habitual hubiera tenido aquí algo de indecente, una especie de juego de prestidigicación: “Mirad por aquí”, nos habría dicho la cámara, “ahora, por allí”. Pero ¿entre los planos? La frecuencia de los planos generales y la perfecta nitidez de los fondos contribuyen enormemente a tranquilizar al espectador y a dejarle la posibilidad de observar y de elegir e, incluso, el tiempo de formarse una opinión, gracias a la longitud de los planos. La profundidad de campo de William
Wyler quiere ser liberal y democrática como la conciencia del espectador americano y los héroes del film.

André Bazin, “William Wyler o el jansenista de la puesta en escena”, en ¿Qué es el cine?, Rialp, 1966.
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