Entre la queja y la burla

Javier Marías

Los únicos que en la actualidad se empecinan colectivamente en algo tan ridículo como el autobombo son los políticos, con los del PP al frente, y la cursimente llamada “gran familia del cine español”. Tengo amigos cineastas que sé que no participan de eso, y no dudo de que haya más a los que haga sonrojar la autocomplacencia de su gremio; luego espero que me disculpen todos ellos si hablo en términos generales y por lo tanto peco de injusto. Pero resulta muy sorprendente que sea precisamente ese gremio o industria el que más se queja, y el que más exige (tanto del Estado como de los espectadores), y el que a la vez se aparece más satisfecho de sí mismo y más convencido de su enorme genio, repartido, eso sí, entre casi todos sus componentes. Porque lo cierto es que no hay otro más protegido, mimado y halagado, por consenso o porque sí, o lo que es aún peor, por español. Y no me refiero a las subvenciones y ayudas (de las que se podría hablar), sino al tremendo arropamiento mediático de que se beneficia. Cualquier estreno, rodaje o mero anuncio de proyecto son tratados por la prensa y las televisiones como un hito y un acontecimiento, no digamos cualquier premio obtenido en el más desconocido festival extranjero; y el paternalismo de los críticos es tan descarado que más parece nepotismo, amiguismo y coba, todo junto. No soy el único en estar cansado de ir a ver bodrios o naderías españolas amparadas y ensalzadas por reseñas fabulosas y casi unánimes en el momento de su estreno, las cuales se repiten luego, machaconamente, por parte de los que recomiendan o desaconsejan las películas cuando se emiten por televisión (tipos a menudo tan enterados como para decir hace poco, en este diario, que Henry Fonda interpretaba a un “psicópata asesino” en un thriller en el que hacía de jefe de la policía, o hablar, hace más tiempo, de “la guapa Peter Lorre”: Dios los bendiga). Y en fin, tantas veces he caído en la trampa que mi reacción es la de no darle la espalda, pero sí el perfil, a casi todo el cine español. Me perderé alguna obra maestra, pero la estafa crítica tiene sus límites. Tan mal acostumbrados están los cineastas de este país, tan delicada tienen por tanto la piel, que los reproches a una película son convertidos por ellos en “atentados a la libertad de expresión” y su director se presenta como una víctima a la que han hecho pupa individuos tan peligrosos como las víctimas del terrorismo. Esa actitud tiene nombres, y ninguno es honrado ni limpio: se llama blindarse ante las críticas o exigir inmunidad artística. Pero la cosa no acaba ahí. La “gran familia del cine” se ha permitido además, en spots que atosigan las televisiones, la burla de otras cinematografías, en concreto la americana. Atacar directamente al competidor es ya cosa de mal estilo, por abusivo que aquél pueda ser. Meterse con la industria que, aunque hoy en horas bajas, ha dado centenares de maravillas a lo largo de decenios, es tan sólo grotesco. Y luego, no sé: a mí, como novelista, me cuesta imaginar que el Gremio de Editores o la Asociación de Escritores se dedicaran a decir a los lectores qué deben o no leer, y los hostigaran con mensajes patrioteros y chauvinistas del tipo: “No lean a Coetzee ni a DeLillo ni a Amis, que piensan distinto y en inglés, sino a Vizcaíno Casas, Gala y Dragó, que son como muy de aquí”.

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